TESTIMONIO DE FE, AMOR Y ENTREGA
El sueño antártico del suboficial Velásquez
por Gazi Jalil Figueroa
Revista “El Sábado” de El Mercurio
Nº 1.108: 14 de diciembre de 2019
Entrevista a María Paredes, esposa de Santiago Velásquez Macías, coordinadores de la Comunidad Buen Pastor.
Mi marido se estaba preparando para dejar la Fach luego de 35 años. Tendría que haber regresado el miércoles 11 desde la Antártica. El viernes 13 iba a tomar unos días libres que tenía pendientes, hasta el 28. En enero comenzaban las vacaciones y en marzo se acogía a retiro.
Yo notaba que estaba un poco triste por dejar la institución, pero también quería descansar, aunque su plan era seguir trabajando. Quería comprarse una Van y usarla para trasladar a personal de empresas. Ya tenía algunos ofrecimientos.
Viajar a la Antártica era su último sueño. Era lo que más quería. Siempre me decía que algún día lo mandarían, pero nunca en estos años había podido. Tuvo dos oportunidades antes que se frustraron por mal tiempo y esta era la tercera vez. Él me lo dijo: “Si no es ahora, no va a ser nunca”.
Yo era de Puerto Natales. Me vine a Punta Arenas a comienzos de los 80 para radicarme y trabajar. Recién me había separado. Ya tenía dos hijos y estaba embarazada de Paz.
Con Santiago coincidíamos en reuniones familiares y de amigos. Él era hijo de un empleado de una carnicería y de una dueña de casa. Había hecho el servicio militar en la Fach y luego de terminar su instrucción estuvo trabajando en una empresa, hasta que un amigo le dio el dato de que había un cupo en la Fuerza Aérea para mayordomo. Él me dijo que no lo pensó dos veces y postuló. Lo aceptaron enseguida. tenía 20 y tantos años, le tocaba hacer de todo.
Tres años después, la institución le ofreció un curso aeromilitar en Santiago. Era primera vez que viajaba en avión. Ni siquiera tenía plata para el pasaje. En ese tiempo trasladarse al norte era carísimo, pero juntó el dinero y se fue a la capital. El curso duraba tres meses y salías con el grado de cabo.
Cuando lo conocí ya era cabo segundo, a punto de ascender a cabo primero. Me acuerdo de un episodio triste para mí, pero que me hizo fijarme en él. Yo estaba pasando por un mal momento económico y salía a comprar leche Purita para la Paz, que tenía unos tres años. Apenas me alcanzaba para llevarme una bolsa chica. Ese día, Santiago me vio en el supermercado y luego llegó a mi casa con un tarro de tres kilos de leche Nido.
Después de eso me fue a ver más seguido, nos fuimos conociendo y se encariñó mucho con la Paz. Un día la niña le preguntó: “¿Tú quieres ser mi papi?”, y él le respondió: “Si tu mamá me deja”.
Nosotros ni siquiera estábamos pololeando, pero después de un tiempo comenzamos a ser pareja y nos casamos. No tuvimos hijos. Él había salido de un cáncer testicular y como secuela no podía tener descendencia. Mis hijos fueron los de él. Los quiso como si fuera el padre biológico.
Hace poco completamos 15 años de casados y hoy, si le preguntas a mi hija, ella te va a decir: “Yo elegí a mi padre”.
Paz se parece mucho a él. Tienen el mismo carácter y son igual de cuadrados. Siempre pensamos que iba a estudiar Trabajo Social, pero prefirió postular a la Escuela de Especialidades de la Fach. A Santiago no le gustó nada cuando supo. No quería por ningún motivo que entrara en la Fuerza Aérea. Él sabía que la vida al interior era muy dura y no quería eso para su hija, pero ella estaba decidida y le pidió que al menos la dejara intentarlo.
Paz se recibió el año pasado con muy buenas notas y vino a Punta Arenas a hacer su práctica. Santiago estaba orgulloso.
El fin fin de semana anterior al accidente estuvimos toda la familia, con hijos, yernos y nietas en unas cabañas de la Fach que están camino al Fuerte Bulnes, desde el viernes al domingo. Comimos asado, pescamos y descansamos. Él estaba contento. Le gustaba ese lugar.
Durante mucho tiempo, Santiago manejó maquinaria pesada de la Fuerza Aérea. También trabajó 10 años en el Departamento Antártico, preocupado del equipamiento que se enviaba al continente blanco. Y ahora conducía los buses para trasladar al personal. Era muy comprometido con su trabajo. No tomaba trago los sábados si el domingo le tocaba guardia. Muchas veces, por lo mismo, prefería no ir a matrimonios.
Se levantaba a las cinco y media de la mañana, porque los recorridos comienzan temprano. Por eso lo eligieron para ir a la Antártica. Iba para realizar algunas tareas logísticas, pero también como una especie de “premio” por su trayectoria.
El día del viaje me llamó cerca de las 10 de la mañana: “Mari, alístame el bolso, porque el avión sale en la tarde”. Vino a la casa, tomamos desayuno, conversamos un poco, nos abrazamos y luego él se fue a despedir de la Paz, que estaba de guardia.
Rato después recibí un whatsapp de él con una foto y un mensaje con corazones, que decía que ya estaba embarcando.
Lo siguiente que supe es que habían perdido contacto con el avión.
Mucha gente me llamó cuando en las noticias salió que él iba en el avión. El martes se hizo una misa y llegó tanta gente que muchos no pudieron entrar.
Yo siempre colaboré en la Iglesia católica y hasta hoy soy catequista y ministro de la eucaristía. Santiago también es un hombre religioso, pero antes era un católico a su manera. Desde que nos conocimos, él comenzó a acompañarme más a la parroquia y a ser mi partner. Nosotros leemos todos los días la Palabra de Dios, bendecimos la mesa y no nos acostamos sin antes persignarnos.
Hace siete años que trabajamos en la capilla Buen Pastor como coordinadores. Estamos a cargo y hacemos de todo: el aseo, cortar el pasto, lavar cortinas y manteles, limpiar los ornamentos. Nunca lo obligué. Él iba porque quería. Creo que eso le ha enseñado a ser un buen hombre y una persona solidaria. Hemos ido al Hogar de Cristo a cocinar, salimos a la calle a ayudar, conseguimos canastas para familias más pobres e incluso pagamos de nuestro bolsillo, y él nunca se ha negado a nada.
Ahora que de a poco nos hemos ido enterando del desenlace, hay una situación que me ha vuelto a la memoria. Ocurrió el domingo en la tarde, un día antes del viaje. Él fue a la capilla a reparar unos vidrios que estaban rotos. No lo quise acompañar porque estaba lloviendo mucho, así que fue solo. Cuando regresó se tiró en el sillón y me recosté a su lado, con mi cabeza en sus piernas. Ahí me contó algo que me llamó la atención. Me dijo que se había sentado en una banca y que había conversado en voz alta con el Nazareno, una imagen de Jesús en la cruz que está en la capilla. “Estoy en paz con el Señor. Le conté que viajaba a la Antártica y siento que ya no tengo deudas con Él, que estoy en paz”. Eso me lo repitió varias veces: “Estoy en paz”. Yo lo encontré exagerado, pero nada más. Hoy me reconforta pensar eso. No sé: me llena el alma.
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